domingo, 12 de julio de 2015

Ser de Córdoba.

El día que el universo decidió traerme al plano físico y darme nombres y apellidos, ese día, estoy segura que definitivamente estaba planeado desde el infinito inicio de los tiempos y nadie me preguntó si yo quería elegir el lugar donde nacer. Sin duda, quien o lo que haya diseñado ese perfecto momento del nacimiento diría que esa pregunta estaba de más.—¿Para qué vamos a preguntarle a un alma sin memoria a donde quiere llegar a parar? Mejor lanzarlo y que aprenda por sí solo las técnicas de su gran aventura en la tierra —Diría seguramente. 
Y bueno, con una extraña certeza me he atrevido a afirmar que realmente no importa que hayan omitido esa pregunta. Yo nací en una ciudad silenciosa, donde a muchos metros de distancia, se podía escuchar una banda en la madrugada tocando al son de un porro, que en sus entrañas albergaba cualquier motivo para ser bailado o paseado: un cumpleaños, una procesión religiosa, un velorio, un bazar o una verbena. La que fuera podía ser la excusa perfecta para poner a sonar en conjunto los clarinetes, trombones, bombardinos, redoblantes y bombos, que junto con los platillos, reproducían lo que yo llamo un himno que se puede bailar. 
Esa ciudad todos los días crece para un lado y para el otro, pero guarda entre sus calles y los troncos de sus árboles tantas historias mágicas para ser contadas, que yo al recorrerla me maravillo y llego a estremecerme imaginando todos los secretos que esconde. 
A mi nadie me preguntó dónde nacer, ni me explicó cómo sería llegar a habitar una tierra donde los frutos parecen benditos, donde hay un río que parece sacado de una nostálgica novela de desamor y la música sin tener voces, tiene almas. Lo que sí me dejaron claro desde el día que pude entender de qué se trataba vivir, era que ser de aquí significaba tener un sello diferente, que después de un tiempo, pude notar en mi misma.
Somos almas perfectas, de colores diferentes, de propósitos infinitos, pero con una misma luz guiándonos. Ahora que sé eso, no me interesa saber por qué estoy aquí. Pertenecer aquí, significará llevar conmigo a cada rincón del mundo y en cada célula de mi cuerpo, “la felicidad de ser lo que soy”, cómo, sin conocerme, me lo enseñó un escritor que sentía lo mismo que yo.
Quisiera saber que si un día me voy, al regresar encontraré esa esencia que está atomizada en su aire, tan caliente como ese ambiente que se respira en medio del ardor de las velas que sostienen las fandangueras en plena madrugada, con esos brazos que no los bajan ni siquiera para secarse esa felicidad que brota por sus poros en forma de sudor mientras bailan al compás de “María Barilla”.
No me quiero ir, si eso significa encontrar en el regreso una ciudad que no se parece a la que yo dejé, donde ya se haya borrado toda huella de las vivencias de mi niñez, y, todo porque las calles empezaron a ser tan iguales y tan parecidas entre sí, que no queda ningún vestigio de la autenticidad del tiempo.
Ahora, tengo claro que quizá mi propósito no vaya de la mano con vivir aquí, pero sí dejarme aquí, mostrar todo lo que aprendí y llevarlo sobre mis hombros hasta el último de mis días.
Soy cordobesa, pero no digo 'ché', ni tampoco uso abrigos. Hablo como cantando, canto como gritando, y bailo como si fuera el viento quien me lleva. 
Yo, soy de otro Córdoba, de ese que da vueltas y vueltas en un sombrero tejido por caña flecha, de ese, donde la gente ama y vive con tanta pasión, de tal manera, que pareciera que todos los días del año fueran del “mes adolescente” como así llamó a abril, aquel poeta que Cereté vio crecer.
A mi nadie me preguntó, pero si para nacer existieran segundas oportunidades y me lo preguntaran, yo, elegiría nacer de nuevo aquí.



sábado, 27 de junio de 2015

Te escribí en el agua.


Supe que entre lo transparente y lo sucio hay una corriente que nos lleva desde adentro hacia afuera. Que las cosas que soñé ahora son una aventura y que en esa aventura necesitaba un compañero. 

Por eso escribí tu nombre en el agua. Sólo yo podía ver donde lo dejaría la corriente que llegara desde cualquier onda exterior. Parecía un lugar en calma esa superficie, donde nada podía ni siquiera perturbar la permanencia de las letras que te hacen. 

Era un sueño despertar y ver que debajo de tu nombre se reflejaba el cielo: las nubes blancas y el azul profundo marcaban un lindo contraste con la huella que habían dejado mis dedos al deletrearte. Las noches ¡ay, las noches! Esas donde las estrellas hacían del agua otro firmamento. Creía que mis ojos no verían belleza alguna repetirse durante lo que me quedara de vida.

Escribir en el agua era tan peligroso como escribir en el tronco de un árbol: significaba lo mismo pero con un efecto diferente, en el agua podías irte algún día. En el árbol quizá hubieras permanecido para siempre. Los días pasaban y seguía cuidando mi creación como si fuera la pintura que dio inició al arte. 

Pero sin querer un día desapareció: Desperté de un largo sueño que me mantuvo profunda y vi muchas gotas caer al agua: era la lluvia, que llegaba a mojarme y a avisarme que empezaba el invierno. Ella me dijo que era necesario, pues tu nombre ya no debía estar en el lago, que habías decidido escribirlo en un libro cerrado que sólo tú conocías.

Con dolor lo entendí: con la última onda se fue lo que yo escribí. Con esa última onda que fue mi primera lágrima.

Prometo olvidar como se escribe para no traerte de nuevo,

Adiós.